sábado, 14 de mayo de 2011

la civilización que mata a tus hijos

No estoy en contra de las celebraciones. De hecho, quisiera celebrar este 10 de mayo junto a mi madre. Sobre todo, estrecharla en un fuerte abrazo y agradecerle, infinitamente. Pero, ¿cómo celebrar a las madres en el país que mata a sus hijos?

Al referirse al horror que habitamos, algunos afirman que vivimos en una “sociedad enferma”. Otros, quizá desde una lectura sociológica o política, hablan de una “sociedad polarizada”. También hay quienes afirman que tanto mal es el resultado de una “pérdida de valores”. Y, por supuesto, siempre pululan aquéllos para quienes estamos ya en “el fin de los tiempos”. Son los que menos aciertan, pero más adeptos ganan. Eso los convierte en los más peligrosos. La primera vez que escuché acerca del “fin de los tiempos” tenía diez años. Hoy tengo treinta y el fin aún no llega. ¿Estarán en lo cierto los otros?

Pienso que hay algo de cierto en las otras interpretaciones. Sin embargo, creo que la escalofriante verdad de ver cada día a tanto hijo muerto debe comprenderse (¡terrible expresión ésta!) a partir de un hecho muy concreto. Me refiero a la globalización y consolidación del sistema económico capitalista. Marx afirmaba que el capitalismo no sabe desarrollarse sin socavar, al mismo tiempo, las dos fuentes de toda riqueza: la tierra y el ser humano.

Quisiera explicar mi idea a partir de un filósofo a quien mucho le debo en mi formación filosófica. Me refiero a Max Horkheimer (1895-1973). En su artículo “La función social de la filosofía”, Horkheimer afirmaba que: “El impulso de la filosofía se dirige contra la mera tradición y la resignación en las cuestiones decisivas de la existencia; ella ha emprendido la ingrata tarea de proyectar la luz de la conciencia aun sobre aquellas relaciones y modos de reacción humanos tan arraigados que parecen naturales, invariables y eternos”. (Teoría crítica, Amorrortu, Buenos Aires, 2003, p. 276).

“Natural” resulta ir de compras y elegir entre éstas y aquéllas mercancías. Es “natural” que la gente construya portones y levante dos líneas de alambre razor. ¡Es por la seguridad! Hoy en día es “supernatural” que nos comuniquemos por telefonía celular. Pero: ¿Es natural que mientras los supermercados están sobresaturados de mercancías, miles de niños y niñas mueren a causa del hambre? ¿Es natural que existan empresas “de seguridad” que obtienen jugosas ganancias gracias a la violencia que nos azota? ¿Es natural que deban morir madres e hijos en la República Democrática del Congo para que las empresas puedan obtener el coltán y nosotros el soñado BlackBerry?

Natural sería que yo terminase empapado si se viniera la tormenta y no consiguiera refugiarme. Natural es que después de nueve meses de embarazo la madre tenga que dar a luz. Podríamos sumar ejemplos de ésta índole y nadie protestaría por lo de “natural”. Entonces: ¿Cuál sería la diferencia entre éstos hechos y los mencionados en el párrafo anterior?
Lo que sucede es que el ir de compras al supermercado, electrificar la casa con razor y llevar teléfonos será todo lo que se quiera, menos algo natural. Pero en nuestro diario vivir naturalizamos esas prácticas. Prácticas que ponemos en marcha en sociedades nucleadas por el capitalismo. Con nuestro modo de vida reproducimos, naturalizamos, un conjunto de prácticas, instituciones y procesos que benefician a unos pocos y sacrifican a muchos, como los miles de niños que mueren de hambre. Por eso Ignacio Ellacuría hablaba de la necesidad de construir la “civilización de la pobreza” en oposición a la “civilización del capital”. Éste modo de vida no es universalizable para toda la humanidad.

La idea de “sociedad mundial” acuñada por Antonio González puede ayudar a comprender nuestro razonamiento. Los actos humanos, desde el en apariencia más insignificante hasta el más complejo, constituyen un solo tejido mundial, es decir, una “sociedad mundial”. Al final del día, algunos tendrán el cereal en la mesa, al criminal lejos de la familia y un buen servicio de telefonía. Al final del día, también, en América Latina, Asia y África, muchos morirán de hambre, a balazos o, en el Congo, buscando el famoso coltán.

No vamos a decir que el capitalismo es el culpable de la muerte de nuestros jóvenes. Pero sí diremos que: (1) Hemos naturalizado las relaciones capitalistas. Lo histórico, lo transformable, se tornó natural, invariable y eterno, como advierte Horkheimer. (2) El sistema económico capitalista, en sus diversas aplicaciones (incluido El Salvador), genera bienestar, beneficios y riqueza para unos; mientras excluye y condena a muerte a muchos. Los perdedores de la historia, según Walter Benjamin.

Los muertos y los vivos de muchas madres salvadoreñas podrían haber tenido mejor suerte si hubiesen nacido en un país (¡un mundo!) cuyo motor esencial no fuese la acumulación privada de capital. Un país (¡un sueño!) donde la premisa fundamental de cualquier praxis humana fuese desarrollar a plenitud toda vida humana.

Hay que celebrar. La fiesta es un ritual indispensable para el animal humano. Pero no olvidemos el dolor. El calvario de la madre salvadoreña por tanto hijo muerto. Por vivir en el país que mata a sus hijos. Que el abrazo, el amor y el dolor descubran caminos para inventar un mejor país, otro mundo posible.

JULIÁN GONZÁLEZ TORRES

Publicado en el periódico digital ContraPunto: http://www.contrapunto.com.sv/colaboradores/la-civilizacion-que-mata-a-tus-hijos

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